martes, 5 de enero de 2021

Autobiografía

Dieciséis

 

“¿Por qué dieciséis lleva tilde en la e?”, recuerdo muy bien que nos preguntó, lo recuerdo como si hubiese sido ayer. Quien formulaba la pregunta era un hombre de más de cincuenta años, de contextura media, barba entrecana, calvo, de tez blanca, de manos limpias. Su pedagogía era la de la intimidación, no sé si la ejercía a propósito, pero su efecto era inmediato. Ante su presencia, las clases se inundaban de un silencio de muerte. Parpadear y respirar fue nuestro oficio. Era el profesor cuchilla, como se  suele llamar en el ámbito universitario,  a este docente que no perdona, que raja sin piedad.  Alguien me dijo, a modo de oráculo: “de su grupo solo pasan dos o tres”. Rápido entendí que no se trataba de un destino, no. Eran matemáticas constantes y sonantes. Pero en esta ocasión, que intenta ser las veces de una pequeña ceremonia de bienvenida, lo llamaremos el profesor X, y ahí lo dejaremos, porque esta corta narración no se trata de él.  

A finales del mes de octubre de 2009 ingresé a la UIS, lo que me convertía inmediatamente en primípara. Palabra que deja de ser ofensiva no bien se pasa a segundo semestre y uno puede usarla sin pena ni gloria para referirse a los que vienen ingresando. Pero, pregunto: ¿acaso existía una mejor palabra para definir a esa joven de casi 19 años, que, no se sabe cómo, ingresó a la educación superior en Colombia, pero quedó muda cuando le preguntaron por qué dieciséis lleva tilde en la e? Uno seguía comportándose como en el colegio, es decir, entendía que las asignaturas eran espacios donde se asistía a clase y se presentaban parciales y punto. ¿Reflexión? ¿Debate? ¿Participación? ¿Crítica? Sí, ese era el proceso que debía emprender, una especie de letra chiquita del contrato. Palabras que escuchaba en clase. Conceptos que parecían sencillos, pero que implicaban una enorme complejidad. Hasta aquí, un poco turbio el asunto. 



                           Panorámica de la UIS desde el cuarto piso de ciencias humanas. 

* * *

Licenciatura en español y Literatura, carrera de la cual soy egresada, fue percibida en mis primeros años como un animal de tres cabezas.  Una cosa extraña y, en algunas ocasiones, irritable. Por un lado, estaba la línea de la literatura, por la cual sentí inclinación de principio a fin (más hacia el final, cabe aclarar). Por otro lado, teníamos la lingüística y la pedagogía, dos venerables ciencias a las cuales yo respetaba por encima de todas las cosas, pero las entendía como entiendo a Dios. Quizá parezca un contrasentido, una ironía, o hasta cinismo, que una docente encargada de una asignatura titulada Taller de lenguaje, se refiera en estos términos a su propia labor. Sin embargo, de lo que aquí se trata, no obstante, es de transferirles, a ustedes lectores-estudiantes de primer año, aquellas impresiones que aún prevalecen en mi memoria. Me gustaría evocar junto a ustedes los recuerdos y las emociones que causaron en mí, dos de las primeras lecturas  que ya pertenecen a una época lejana, pero que  fueron abonando el camino para llegar hasta aquí. Porque la lectura, tal como como la concibo ahora,  no se descubre en cuatro meses, que es lo que dura un semestre. Por el contrario, leer es un proceso, una búsqueda, un ir y venir, un camino para descubrir ese espacio de reflexión interior, y, por qué no, de creación. Leer es, además, requisito para escribir. Es un hábito que no debería estar condicionado a  la exigencia institucional. Se trata de crear una relación con los libros, un vínculo que cada vez se haga más apremiante y necesario  para el estudiante. Necesario como alimentarse.


                          Lago de las babillas, UIS. 

Una de las primeras lecturas que recuerdo fue Educación y democracia: un campo de combate de Estanislao Zuleta. Vi el libro, aun lo recuerdo: encuadernación verde, tapa dura. Lo tomé de uno de los escritorios del cuarto piso que corresponde a  humanidades.  Casi como al azar lo abrí, lo olí.  Sí, puede sonar a cliché, pero me gusta el olor a libro viejo, a libro guardado. Por supuesto, ni el título ni el autor me decían nada. Empecé a leerlo en silencio y con la ingenuidad característica del momento. No sé qué aprendí, no puedo decir ahora que fue de gran influencia o que me cambió de pronto, lo que sí puedo decir es que lo leí de un solo tirón. Puedo decir que sentada, espalda contra los estantes de la sección de historia, la última y más sola del recinto, donde también dormía de vez en cuando, me devoré sus casi doscientas páginas sin moverme. Recuerdo, cómo olvidarlo, que sentí acceder a un mundo y a un saber que me estaba reservado, como si ese libro hubiese estado esperando por mí desde mis estudios primarios, y era porque ese libro le estaba hablando directamente a mis sentidos. Me estaba diciendo, en un lenguaje secreto, que el viaje que había hecho desde otra ciudad hasta el lugar donde me encontraba, no había sido en vano. Por supuesto, aunque inexperta, mi instinto lo recibió y lo valoró. Tiempo después tuve noticia de que Zuleta, en efecto, hizo un gran aporte a la filosofía, pero también a la educación. Que fue, además, discípulo de otro filósofo colombiano: Fernando González Ochoa. Que fue un excelente conferencista y apasionado lector de Chejov, Tolstoi, Kafka, Thomas Mann, entre otros autores, a quienes también descubriría más adelante por ese mismo camino de libros viejos y de pasillos solitarios. 

 

                             Cuarto piso de la biblioteca UIS. 

Hubo otro espacio de lectura en esos primeros años: El mirador. Allá me senté, debajo de los árboles de guayaba, una tarde no del todo perdida en el tiempo,  a leer en voz alta, me acuerdo, Viaje a pie de Fernando González. El trámite por el cual terminó en mis manos no logro recordarlo por más que revuelvo en los cajones de mi memoria. Lo que sí recuerdo fue esa misma curiosidad y esa activación de mis sentidos. La intuición me decía que algo estaba pasando, no sabía muy bien qué ni a dónde me iba a llevar, pero algo estaba pasando. Recuerdo haber pensado que el lenguaje era anticuado, un poco confuso para mi estatus de iniciada, pero algo me atrajo y empecé a hacerme preguntas ¿Por qué este señor se había ido a caminar y a reflexionar? ¿A reflexionar en Colombia? ¿Cómo dejaba su vida, cualquiera que fuera, y que yo desconocía, para irse a deambular sin rumbo fijo? Recuerdo haber pensado que no se trataba de un colombiano, sino de un extranjero, seguramente un español. Eso pensé en ese momento. Yo estaba practicando, sin ser consciente de ello, aquel Complejo de hijueputa, es decir, esa tendencia del  colombiano a valorar lo ajeno en detrimento de lo propio, como lo explica González en Los negroides. La lección iba ser dura, los maestros exigentes. Eso intuía. 

 

                                            El mirador, UIS. 


Estas dos lecturas, una en el silencio sagrado de la biblioteca, la otra en voz alta rodeada de árboles y de pájaros, me ubican en un tiempo y un espacio, me ayudan a recuperar dos días, una milimétrica parte de mi vida que de no ser por esos dos libros se hubiesen perdido para siempre. El acto de leer, pero sobre todo el placer de esa lectura, es lo que hace las veces de diario, de registro personal. Las fechas son los títulos de los libros; las horas, algunas ideas que nunca me abandonaron. En Viaje a pie, por ejemplo, Fernando González dice que cada conocimiento que se posee es una nueva forma para entender el mundo, que el ignorante solo se cansa y se queja porque todo lo ve lejano y remoto. No quiere decir que el que lee no se canse ni se aburra y que entienda el mundo, para nada, creo más bien que la lectura es un escudo, que como diría Cesare Pavese, nos defiende contra las adversidades de la vida. Nos ayuda a  comprender, o al menos a intentarlo. 

Mientras pongo punto y aparte, pienso que mi primer acercamiento a la lectura, en armonía con lo que vengo contando, no fue entonces con la literatura propiamente (como lo certifica mi cartón profesional), sino con la filosofía. Es decir, con el amor por el conocimiento. Pero ese amor despertó tarde. No había acabado de acomodarme en el pupitre, de conocer las facultades, de encontrar los salones sin perderme, cuando empecé a sospechar lo siguiente: ¿y qué fue del bachillerato? ¿Qué pasó con esos once años de educación primaria y secundaria? A dónde se habían ido cuando el profesor X preguntó con picardía, sabiendo de antemano que nadie sabía la respuesta: "¿Por qué dieciséis lleva tilde en la e?"

 

                           





                          Plaza del Che. UIS. 




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